Por Alberto Medina Méndez
El precio del miedo.
Mucho de lo que nos pasa tiene que ver con lo que hacemos, o dejamos de hacer. La clásica explicación del destino o de la mala fortuna ya no resulta suficiente. Los regímenes que padecemos, los sistemas que parecen aplastarnos, en realidad solo son la predecible consecuencia que surge de nuestras propias acciones y omisiones. Los que pretenden decidir por nosotros no son ni mejores, ni peores. Solo se trata de gente común, pero que ha entendido la dinámica sociológica mucho mejor que el resto. Ellos saben que frente a su determinación y osadía, esta la apatía de los más y el temor del resto de la sociedad. Siguen avanzando sin miramientos, porque saben que del otro lado, los espera la abulia, la pereza y la queja inconducente de la retórica descartable.
Mientras muchos cacarean, los detentadores del poder acometen sin vacilar, con los objetivos claros y un plan que se cumple paso a paso. Y no es que tengan razón, ni siquiera que sus fines sean los adecuados. Solo se trata de personajes que han entendido mejor los sucesos de estos tiempos y que hacen uso ( y abuso ) de ese esquema que les resulta funcionalmente conveniente. El comportamiento del resto de la comunidad, no hace más que abonar a sus propósitos y facilitarles el logro de lo que se han planteado.
Muchos individuos dicen no interesarse por la política, ni por nada que tenga que ver con ello. Tal vez creen que no les impactará de modo alguno, y hasta se enorgullecen de su indiferencia como si esta fuera una virtud de la cual ufanarse. Algunos dicen que les preocupa, pero que sus múltiples actividades les impiden asignarle tiempo, mientras que otros aducen que se animarían, pero que tienen temor a las represalias del poder.
Los más, solo acumulan excusas para justificarse y mantenerse allí en el cálido ámbito de sus propias comodidades. El rol de víctimas de los políticos, de la cultura, de las corporaciones y de nuestra propia sociedad, no nos queda nada bien. Es en definitiva una muy simplista interpretación de la realidad, plagada de una excesiva benevolencia para con nosotros mismos. Se trata de una mirada poco autocrítica, sobre la parte que nos toca en suerte y las responsabilidades que se derivan de ella.
Y no es que todos debieran dedicarse a la política, tal cual la concibe la mayoría. Porque no solo es política esa actividad que tiene que ver con los partidos, las elecciones y el sistema democrático tradicional. Es mucho más simple y cotidiano al mismo tiempo.
Cada uno de nosotros participa de algún modo en diversos ámbitos. En el trabajo, como parte de una actividad empresaria, profesional, o esa que proviene del ejercicio de un oficio o empleo. Todas ellas suponen algún grado de interrelación que nos vincula con colegas, clientes o proveedores. De uno u otro modo, estamos conectados y eso en si mismo genera un compromiso, al menos sectorial. La vida en comunidad, la del barrio, la del club, la del credo religioso o cualquier otro espacio donde compartimos con otros ciudadanos algo en común, es solo otra muestra más de lo tanto que nos necesitamos.
Nuestra falta de involucramiento en entornos hasta domésticos, nos ha colocado en la situación presente. Tenemos lo que tenemos, porque hacemos lo que hacemos. Las justificaciones están a la orden del día. Seguramente abundarán las explicaciones más o menos convincentes que respaldan nuestro propio letargo e inacción.
Ellos, los que entienden la partitura, la música de este concierto, quienes asumen el poder como parte inseparable de sus vidas cotidianas, siguen ejerciendo el mando como si nada hubiera cambiado, ante nuestra timorata complacencia ciudadana.
Los que se escudan en el miedo, siguen construyendo un fantasma que funciona casi como un espejo. Es que el temor paraliza y vuelve a los humanos las más dóciles criaturas del Universo. Los pueblos que ejercen estas prácticas, han logrado altísimos niveles de sumisión popular. Ese recorrido, en estos tiempos, ya no viene de la mano de las revoluciones violentas, sino de las consecutivas batallas perdidas por la libertad.
El “supra argumento” del bien común, se ha constituido en la herramienta mas efectiva para anular las libertades individuales una a una. Viene siendo el camino elegido por los perversos de siempre que pretenden conducirnos plácidamente hacia el totalitarismo.
Nuestro continente recorre lenta pero decididamente ese sendero, el de suprimir las libertades progresivamente. Ese proceso está orientado por inescrupulosos, pero inteligentes lideres que interpretan acabadamente la mecánica con la que funciona una sociedad rodeada de prejuicios, falsas creencias y viejos paradigmas. El mayor de ellos, el temor al poder, el miedo a la represalia, la cobardía frente a la venganza.
Ellos lo saben y juegan con atemorizar, con asustar, con confrontar hasta el punto de disponer de sus propios escuadrones de milicias civiles violentas, capaces de intimidar con la fuerza física y sus modernas técnicas disuasivas, a los más audaces.
De ese modo, pretenden mantener disciplinada a una sociedad que no debe dar pasos para quedarse allí, siempre a mitad de camino, masticando bronca y destilando impotencia, pero jamás dispuesta a dar el imprescindible paso siguiente, ese que produce el cambio tan ansiado.
Ellos saben que el temor está presente y trabajan en esa línea para fortalecer esa sensación, alardeando de los recursos disponibles. Pero la realidad es que ellos también tienen miedo. Algún día, cuando se hayan desnudado muchas de sus mentiras, los ciudadanos nos despabilaremos de este largo sueño, para tomar ese coraje hoy ausente y animarnos a más. Ese día, sus ardides y hasta su supuesto poder, ya no serán suficiente.
Mientras, seguirán haciendo de las suyas. Hasta tanto no despertemos y sigamos fabricando leyendas alrededor de las temibles consecuencias que pagaremos por asumir responsabilidades cívicas, no podremos convertirnos en ciudadanos con mayúsculas. Pero todo esto no será gratis, porque seguiremos pagando el “precio del miedo”.
Alberto Medina Méndez
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