Atribuían su incremento a un cliente poderoso
Los hermanos Juliá simulaban un exitoso crecimiento de su actividad
Los allegados y amigos de la familia Juliá se aferran a una única convicción en medio del marasmo en que los sumió el tráfico de 944 kilos de cocaína a Barcelona: la certeza de que Gustavo y Eduardo Juliá simulaban ante su familia y su círculo íntimo un quehacer empresarial que, hoy rozando el grotesco, exageraba su legalidad y se jactaba de un inesperado golpe de suerte. Ni sus otros dos hermanos, Guillermo y Ricardo (comodoro pasado a disponibilidad, el primero, y ex agente de la SIDE, el segundo, procesado por falso testimonio y luego sobreseído en la causa por la muerte de Carlos Menem hijo), ni sus esposas e hijos jamás sospecharon una arista de ilegalidad en sus quehaceres empresariales, según afirmaron sus allegados a La Nacion.
Ello, a pesar de que en el último año, su incremento patrimonial había sido por demás ostensible. Al menos a los ojos de los vecinos, que veían cómo de la casona de Perú 1256, en las barrancas de Acassuso, entraban y salían autos alemanes (BMW X6 gris y Audi Q5 blanco), cuando antes la familia se movía en vehículos de marcas nacionales.
Todo en la misma casa que durante una década se negó a pagar los $ 800 mensuales en seguridad que brinda la cooperativa Siempre Alerta.
Tan insospechado era su vínculo con el narcotráfico colombiano que, días antes de la detención de los Juliá en El Prat, su hermano Guillermo, de 52 años, desde Punta del Este hacía público su por entonces único desvelo: su inminente y esperado ascenso a brigadier. "Si no me ascienden, pido el retiro", se envalentonaba diciendo el comodoro ante sus amigos, días antes de Año Nuevo. En Buenos Aires, en tanto, el devenir familiar de los Juliá transcurría como de costumbre.
Amelia Domínguez, la mujer de Gustavo, ambos de 48 años, que lo esperaba para salir de vacaciones, celebraba el título de licenciada en administración de empresas de la Universidad de San Andrés, de su hija mayor, Eugenia o "Maiu" para los íntimos, y el buen rumbo estudiantil de sus otros tres hijos varones.
Con un promedio destacado, la primogénita, de 22 años, quien también estudia arquitectura en la UBA, fue siempre una estudiante ejemplar y destacada deportista, al igual que su padre, ex esgrimista y rugbier convertido en un competitivo triatlonista. "Los hijos de Juliá nunca mostraron las estridencias del dinero mal habido. «Maiu» a veces iba en bici a la universidad, a pesar de que los chicos tienen un Peugeot 207 para su uso; hasta llevaba su propia vianda y participaba en tareas solidarias como las de Un Techo para Mi País", según la recuerdan.
Muchos de sus compañeros la envidiaron el año pasado cuando, gracias a los US$ 30.000 de reserva anticipada, su padre le aseguró la vacante para un intercambio estudiantil en la universidad suiza de St. Gallen. Allí se instaló durante seis meses y, de paso, despuntó el vicio del snowboard y del esquí en los Alpes suizos junto a su hermano Juan Ignacio.
Preocupación
Con su celular apagado desde que estalló el escándalo, todos los consultados temen por las futuras oportunidades laborales cercenadas para una alumna brillante, que desconocía los manejos turbios del padre y a la vez lo creía un santo.
"Al más pequeño, Manuel, se lo ve ido. Y tan deprimido desde la detención del padre que muchos temen las consecuencias psíquicas en el seno de una familia que se tragó una farsa: la del padre hiperexitoso que había conseguido un cliente poderoso", apuntan quienes los conocen íntimamente.
Además de las causas por cohecho y de administración fraudulenta en perjuicio de la administración pública por su paso como gerente financiero del PAMI, causas que esperan el juicio oral, a Gustavo Juliá la AFIP también lo querelló y le embargó bienes. Desde 2007, le reclama una deuda de casi $ 300.000 por evasión fiscal de sus empresas.
Con aparentemente menores ingresos y hasta enero sin esos sobresaltos judiciales, el devenir familiar del ex piloto de Austral Eduardo Juliá ("Piluso"), de 50 años, se dibujaba mucho menos dispendioso. Separado de su mujer, Evangelina Cutó, una secretaria de 39 años, el mayor de los Juliá alquilaba un dormy de dos ambientes en el Boating Club, un exclusivo barrio náutico de San Isidro.
"Parecía el más hábil de los hermanos y era al revés. En el negocio aeronáutico, que es extremadamente chico, no estaban bien considerados", comentó otra fuente de ese rubro. Era vox populi la sobrefacturación de los vuelos de Medical Jet a PAMI. Esas suculentas ganancias fueron ofrecidas por los Juliá a otros prestadores aéreos, cuando faltaban aviones. Pero era tan evidente la diferencia de precios que varios empresarios rechazaron el negocio ante el temor de terminar presos.
"Nunca tuvieron una intensa vida social en San Isidro porque no son originalmente de allí. No van al CASI ni al SIC ni al Náutico. Crecieron en el barrio de Belgrano y gran parte de su adolescencia transcurrió en Mendoza, en un colegio marista, ya que su padre, José, estuvo años destinado en la base de El Plumerillo, en Mendoza, como parte de la elite de cazadores [pilotos de aviones caza]", recordó un compañero del fallecido brigadier Juliá, jefe de la Fuerza Aérea entre 1989 y 1993.
Los hijos heredaron la habilidad para los negocios del padre, pero lo superaron en intrepidez, según apuntó la misma fuente, y recordó la súbita disponibilidad de hangares a fines de los 80 y de salones VIP en Aeroparque para la empresa aérea Royal Class, de Yabrán, cuando ninguna firma del rubro podía acceder, por entonces, a esos "privilegios".
Loreley Gaffoglio LA NACION
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