Por Alberto Medina Méndez

Desentenderse de la calamidad

Intenté abstraerme de este hecho que tanto dolor nos genera. Hice el mejor esfuerzo por apartarme de la coyuntura. Pero sentí que el silencio, era una forma de complicidad. Está claro que será difícil compartir en todo con esta visión, y que los más no compartirán para nada con esta mirada. Pero de eso se trata, de poder debatirlo, discutir con argumentos.

Frente al horror, a la tragedia, siempre lo más fácil es no hacerse cargo, desentenderse, mirar al costado, intentar pasar por distraído.

Al recurso políticamente correcto, de sensibilizarse con las víctimas, lamentar lo ocurrido y buscar responsables, se le contrapone la necesidad de revisar profundamente las causas.

Existen fatalidades, hechos inevitables, situaciones inmanejables, pero también están las otras, las que se conjugan muchos factores, donde se entremezclan responsabilidades formales, negligencias individuales, desidia corporativa y sobre todo una gran hipocresía social.

Se perdieron demasiadas vidas humanas en un hecho luctuoso en Argentina. Se trata de uno de esos, que lamentablemente se dan con demasiada frecuencia en este mundo, y que frente al hecho consumado, siempre genera, la necesidad de identificar culpables.

Mientras tanto, en medio de tanto espanto y desconsuelo, muchos prefieren jugar a la política. Unos midiendo como impactará en su imagen y en las encuestas y otros, en una actitud despreciable, tratando de sacarle provecho a la catástrofe llevando agua para su molino.

Pero queda claro que cuando de causas se trata, podemos buscar las más evidentes, o podemos ser más serios, hurgando en las causas profundas de tanta adversidad.

Los eufemismos, aparecen a montones en estas horas. Se habla de sistemas públicos de transporte, de concesiones, de operadores privados y prebendas. Palabras que pretenden esconder conceptos concretos, soslayando las raíces ideológicas del problema.

Tenemos que intentar ser más honestos. Sobre todo si queremos seguir recitando que lo que importa en esta instancia son las vidas humanas. Al menos por respeto a esos individuos que murieron confiando sus vidas a un sistema que terminó con ellas de modo despiadado.

Se trata claramente de un sistema ESTATAL, en manos del Estado. No le demos vuelta a esta cuestión tan clara. Es esa figura utópica, esa panacea del socialismo mundial la que diseña recorridos, decide entregar a concesionarios en procesos sospechados y repletos de suspicacias, con afinidades entre el mundo de las prebendas, la política, el poder de turno, la “caja” partidaria y los recaudadores de turno. Ese es el sistema. Y no otro.

Es el Estado el que decide las condiciones del pliego licitatorio, su forma, oportunidad, duración, modalidad, canon, estructura de subsidios, tarifas, y todo cuanto concierne al perverso sistema que han montado.

Y el broche de oro de todo este engendro, es invariablemente un método de seguimiento, monitoreo y comprobación, donde el dueño, el Estado, el que entrega la concesión se constituye en controlador.

La ideología reinante nos quiere convencer de que no puede operar con eficiencia, pero que sí podrá controlar con calidad. No resulta razonable que si no supo otorgar una concesión, ni fijar sus reglas, tampoco podrá ser capaz de controlar lo que no sabe diseñar con inteligencia y mucho menos conducir hábilmente.

El populismo demagógico contemporáneo pretende inocularnos la idea de que todo se resuelve con buenos mecanismos de control. Esa insólita visión, es la que sirve de justificación para la construcción de inmensos aparatos burocráticos, convenientes agencias estatales, organismos financiados con los impuestos de todos, donde casualmente van a parar amigos del poder seleccionados con discrecionalidad y gente proveniente de la militancia partidaria con significativas remuneraciones y privilegios.

Y hay que decirlo, a estos sistemas vigentes los defienden casi todos, oficialistas y opositores. Solo se diferencian entre sí por imperceptibles matices, pero sostienen el mismo formato de ideas, regímenes de alta intervención estatal, con importantes niveles de regulación y un sinfín de oficinas públicas repletas de empleados pagados por todos.

Es tiempo de asumir lo que sucede con honestidad. Estas tragedias, no son producto de la mala suerte, el destino, o algún imponderable. No se mueren decenas de personas por mera impericia de un individuo, falta de inversión o cierta liviandad en los controles.

El sistema es perverso, y no sus interlocutores. No busquemos responsables por fuera, porque este sistema perdura entre nosotros, porque muchos defienden ideas incorrectas.

La fantasía de un estado eficiente, ágil, dinámico, honrado, es eso, una entelequia, un espejismo, una quimera, una verdadera ficción. Las raíces del problema están allí, en el monopolio, en la propiedad estatal. La nacionalización que suena como solución es la profundización del problema. El sistema ya es estatal. Nada nuevo puedo suceder con más de lo mismo.

Los sistemas funcionan a base de incentivos, emiten señales, generan conductas. Este cruel régimen que hemos construido con las ideas que apoyamos, y que nuestros discursos ciudadanos recitan a diario, estimulan la corrupción, favorecen la aparición de negocios espurios, encarecen y precarizan el servicio, eliminan la competencia, deforman la realidad y alientan conductas sociales inadecuadas.

Los muertos que hoy lloramos, son la consecuencia del sistema de ideas que sostenemos como sociedad. Y no es tiempo de hacerse los distraídos. Hay que asumir, al menos con cierta hidalguía, que nuestras creencias no solo nos empobrecen económicamente, nos impiden ser mejores y se convierten en nuestro propio límite.

Esta forma de ver el mundo, también nos lleva por caminos que no tienen retorno, plagados de corrupción, discrecionalidades, inequidades, concentración arbitraria de poder, y en este caso muertes que surgen como un emergente y duelen demasiado.

El presente no es parte del paisaje, sino el fruto de una secuencia de decisiones y hechos. Asumamos la parte de responsabilidad que nos toca como sociedad. Culpar al operario, a la empresa, al que concesionó o al que controla, es tomarnos por imbéciles y subestimar la inteligencia muchos. La sociedad se puede equivocar, siempre, pero en algún momento despertará y se dará cuenta de que la han estado embaucando con evidente malicia.

Esta historia podría tener un punto de inflexión, un antes y un después. Pero eso aun no sucede. El primer síntoma de que seguimos sin comprender lo que pasa, y que repetiremos estas desdichas, es que pensamos en buscar culpables, repudiar a los políticos, hacerle pequeños ajustes al presente y hasta pensemos en profundizar esta línea de acción con más presencia estatal en algo que ya es estatal. No es un buen indicio. Es una forma elegante de desentenderse de la calamidad.


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