Por Alberto Medina Méndez
Colosal incoherencia
Es frecuente escuchar planteos que tienen una gran dificultad para sostenerse por sí mismos. Una de esas cuestiones, tal vez de las más significativas, sea esta que tiene que ver con la percepción que se tiene del Estado. El artículo pretende describir esa contradicción y dejar abierta la puerta para el debate. Que los individuos podemos ser contradictorios e inconsistentes no es precisamente una novedad. Después de todo, somos seres humanos y por tanto portadores de una imperfección que forma parte de nuestra esencia.
Pero esta posibilidad de reconocernos, esto de poder vernos como seres que a veces pensamos cosas que no son consistentes entre sí, no nos impide intentar racionalizarlo para tratar de alinear nuestras visiones, y hacerlas coherentes.
En materia política y de nuestra vida ciudadana, se lleva los laureles de la incongruencia, esta visión claramente contradictoria que hace que muchos ciudadanos despotriquen contra las instituciones del Gobierno, pero al mismo tiempo intenten asignarle tareas a diario.
En casi todo el planeta, algunas instituciones estatales lideran los rankings de mala imagen, y América Latina no es la excepción a la regla.
Cuando se le pregunta a los ciudadanos su opinión sobre algunas instituciones, inevitablemente aparecen entre las que lideran esa temible nómina de desprestigio, los cuerpos colegiados legislativos, la justicia o el gobierno en términos genéricos, o bien la policía, la educación estatal o el sistema de hospitales cuando se afinan las muestras.
Y no es que no figuren en la grilla otras instituciones de la sociedad civil en esta patética lista, como pueden ser los casos de los partidos políticos ( y sus miembros, los políticos ), los sindicatos o los bancos.
Las razones que explican buena parte del descrédito de muchas instituciones estatales, tienen que ver casi siempre con la corrupción, la ineficiencia, el despilfarro y la discrecionalidad.
Es probable que una importante cantidad de ciudadanos nos identifiquemos con esa visión. De hecho, lo repetimos a diario, en la conversación cotidiana con amigos, en el trabajo o en la mesa familiar.
Sin embargo, y en evidente contradicción, los mismos individuos que sostienen esa mirada, y que son tremendamente críticos con esas instituciones y con las personas que tienen la responsabilidad de conducirlas, cuando se plantea cualquier problema de orden económico o social, dicen que las soluciones deben venir de la mano del Estado.
Es difícil entender como ciudadanos que se creen gobernados por corruptos, gente que toma decisiones arbitrarias, sobre las que recae una sospecha generalizada de que favorecen a grupos afines o a intereses económicos sectoriales, cuando no a familiares y amigos, pueden pretender que esas mismas personas, asuman más responsabilidades y resuelvan problemas complejos.
Resulta muy engorroso comprender como los individuos pueden suponer que una institución que no puede resolver cuestiones domésticas menores, podrá ocuparse con eficacia, de solucionar aspectos que conllevan mucha especialización, extrema profesionalidad y cuyo abordaje implica una gran complejidad.
En la misma línea, cuando una sociedad intenta asignarle a esas instituciones la tarea de administrar recursos económicos con eficiencia y austeridad, va a contramano de lo que afirma muchas veces cuando dice que esas instituciones despilfarran el dinero, no son transparentes en su uso y utilizan esa potestad para desviar fondos para provecho propio, su sector político o amigos circunstanciales.
Esa compulsión de muchos por controlarlo todo, los lleva a investigar en forma desesperada para encontrar una referencia y lograr que ese vicio se pueda concretar. Y en esa búsqueda, caen en la trampa de ser recurrentes, hurgando en los espacios estatales y profundizando el paradigma de siempre, para dar con aquella institución que los represente y custodie sus intereses ciudadanos.
La pasión controladora lo puede todo, y la sociedad se equivoca y mucho cuando le asigna al Estado un atributo de neutralidad, objetividad y honestidad, que ya ha demostrado que no puede exhibir con solvencia.
El Estado no es esa utopía que siguen “vendiéndonos” desde la política tradicional, sus administradores circunstanciales, que son los mismos que se ven favorecidos por su crecimiento, por los recursos económicos que administran sin tener que mostrar nada.
Tampoco es lo que parece, y mucho menos lo que pretenden convencernos que es, quienes tienen especial interés en hacernos creer lo que les resulta funcional a título personal para favorecer sus ambiciones, sus proyectos políticos, cuando no su futuro económico.
Pero está en nosotros, en los ciudadanos libres, en cada individuo de a pie, permitirnos la posibilidad de revisar nuestras ideas para alinearlas e intentar tener alguna cuota de coherencia en este tema que tan sensible para nuestras vidas cotidianas.
Es que el Estado nos impacta todos los días en nuestro quehacer, y está allí porque nosotros mismos, como sociedad, hemos creído en él, generamos sus cimientos, y hoy, tantos años después, los mas lo siguen alimentando y engordando, cuando piden MAS ESTADO frente a cada problema que logramos identificar.
Estamos a tiempo de ordenar las ideas que decimos defender, de organizar aunque sea parcialmente esa mezcla repleta de absurdas afirmaciones que van unas contra otras, superponiéndose entre sí.
Con un poco de humildad, de integridad, y sobre todo de honestidad intelectual con nosotros mismos, podremos destrabar esta serie de idas y vueltas, para avanzar en esto de desarmar esta “colosal incoherencia”.
- Alberto Medina Méndez -
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