Por Alberto Medina Méndez
La austeridad es una condición.
El despilfarro estatal es una matriz demasiado frecuente. Mas de lo que los ciudadanos honestos deberían aceptar. Sin embargo, la apatía ciudadana, la actitud extremadamente contemplativa, nos hace tolerar lo inadecuado. Tal vez sea tiempo de marcar lo incorrecto, cuando corresponda y no callarse mas dela cuenta ante la cotidiana evidencia de que algunos se creen los dueños del Estado. En tiempos como estos, de permanente apología del intervencionismo, de políticos que defienden el estado del bienestar, como si se tratara de un dogma, algunos parecen olvidar convenientemente ciertas cuestiones básicas de su supuesta ideología.
Es que la mayoría de los que sostienen estas teorías por las que el Estado se debe ocupar de todo cuanto le sea posible, son los mismos que se benefician con los privilegios que se derivan de la filosofía que dicen patrocinar. Vaya apropiada coincidencia.
Se supone que el Estado hace el intento de detraer la menor cantidad de recursos de los ciudadanos para no quitarles el fruto de su propio esfuerzo. Es por eso es que el Estado debería ser austero.
Pero no es la fotografía que vemos todos los días, muy por el contrario. Lo que logramos percibir es el desprecio por esos dineros que al no ser propios, se usan sin desparpajo.
La lista de atropellos para con los contribuyentes abunda y no son exclusividad de partido político o gobernante alguno. Paso siempre, solo que ahora algunos son un poco mas burdos que habitualmente.
Ellos, esos funcionarios y políticos, que toman decisiones fijando sus propios presupuestos, en todos los poderes del Estado, establecen una nómina de prerrogativas que exhiben sin disimulo, como un símbolo del poder.
Vehículos oficiales, que incluyen chofer, combustible y gastos de funcionamiento y reparación, viáticos generosos para viajar y trasladarse, estacionamientos reservados para sus automóviles, teléfonos celulares muy modernos, con consumos ilimitados son parte de ese escenario.
Parte relevante de esas ventajas, está representada por la lista de personal contratado que puede reclutar, sin criterio alguno de selección, más que las que se derivan de las cuestiones partidarias, de utilidad política o de simple relación familiar.
En eso se gasta los dineros de la gente, lo que cada uno obtiene con mucho sacrificio. Cuando se dice que el Estado se queda con algún porcentaje de lo que generan los ciudadanos, cualquiera sea, y se plantea que resulta desmesurado, rápidamente aparecen los defensores acérrimos del sistema, diciendo que con eso se sostiene la salud y educación, se financian obras de infraestructura y se garantiza seguridad y justicia, entre tantas otras cosas.
Simplista e inexacta imagen, por cierto. Nada más alejado de la realidad. Más allá de la evidente ineficiencia en el logro de objetivos de casi cualquier gestión gubernamental, prefieren ignorar dos fenómenos irrefutables y cotidianos en el relato.
Pretenden convencer de que la corrupción no es parte significativa de este presente, y que la austeridad no es un asunto importante.
Después de todo decir lo primero, destacando la importancia del destino que formalmente tienen asignados esos fondos, les viene más que bien, los justifica en sus puestos, ingresos y gestión por un tiempo importante.
Decir lo otro, sería reconocer lo que tienen celosamente escondido, y aceptar que en realidad el sistema que patrocinan es caro, indecente y muchas veces corrupto. No es un argumento que pueda realmente apoyarse sin contratiempos, por eso lo minimizan o niegan.
Pedirle honestidad y austeridad al sistema y a sus protagonistas es un verdadero contrasentido, una absoluta contradicción. Nunca será prudente en los gastos, ni trasparente. No es parte de sus reglas perversas. Por eso nadie que opera en el sector publico muestra cuánto gasta y mucho menos como gasta. Hacerlo implicaría desnudar sus manejos, y tener que desmantelar sus privilegios que tanto disfrutan silenciosamente los más y ampulosamente otros tantos.
Dirán que estas son las reglas del sistema. Lo extraño es como algunos que reniegan de esas situaciones cuando son simples ciudadanos, toleran con tanta complacencia y laxitud, lo que antes era claramente inaceptable.
Sería bueno que nos tomen a los ciudadanos por imbéciles y les sigan faltando el respeto. Que se admita con inexplicable paciencia, que algunos se hagan los distraídos por esa impotencia clásica de las sociedades mansas, no significa que no se perciba y que no moleste e indigne.
La obscenidad de su dispendioso uso de recursos públicos, esos que quitan a los ciudadanos via impuestos, no los hace respetables. Eso también explica el desprecio ciudadano hacia la política.
Para exigir respeto, se debe hacer algo más que dar grandes discursos, saludar con sombrero ajeno y recitar acerca de la necesidad de que la sociedad, revalorice la política.
La gente pretende hechos concretos y no palabras, actitudes visibles y sobre todo admira cierta cuota de coherencia. Mientras sigan humillando a la inteligencia de la sociedad, creyendo que porque se calla no lo piensa, estaremos en este mismo lugar, conducidos por gente que no merece respeto alguno y se gana la sospecha permanente de sus gobernados.
La prudencia en la administración de los fondos, la sobriedad en el despliegue político cotidiano, el perfil bajo como estilo de vida, la frugalidad en el ejercicio del poder, no son una mera opción, sino un requisito para ganarse respetabilidad.
En ese intento, para quienes eligieron la tarea de dedicarse a la política, ser honesto es demasiado importante y la austeridad es una condición.
- Alberto Medina Méndez -
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