Mundial 2014
Adiós al último vestigio de poesía brasilera
Con la lesión de Neymar, pierde el Mundial. Pero Brasil sufrirá más por la ausencia ante Alemania de Thiago Silva, símbolo, junto a David Luiz, de un equipo prosaico. En el Mundial de los número 10, el mismo día en que la máxima figura y goleador del torneo, James Rodríguez, se despidió por la eliminación de Colombia, la estrella de los locales fue despedido del torneo por una fractura en una vértebra.
El rodillazo de Zúñiga por la espalda le arrancó a Neymar un grito desgarrador y terminó doliéndonos a todos los que disfrutamos con los grandes jugadores.
Una hora y media le duró a Brasil la alegría por la victoria 2-1 ante Colombia. El partido, que había generado enormes expectativas de buen juego en la previa, cumplió apenas con esa promesa. Pinceladas de los dirigidos por Pekerman.
Y mucho juego brusco. Las 54 infracciones cometidas dan cuenta de eso. Las apenas 4 tarjetas amarillas, hablan de la poca cintura que el árbitro español Carlos Velasco Carballo tuvo para evitarlo.
Pero más allá de la baja de Neymar, que conmocionó a todos, el equipo de Luiz Felipe Scolari sufrirá más con la ausencia de Thiago Silva en el duelo del martes ante Alemania, en busca de la final.
Con la salida del 10, lo que pierde Brasil es el último resto de poesía que le quedaba, un símbolo del pasado. Sin su capitán, pierde gran parte de su identidad presente.
Este Brasil modelo 2014, el Brasil que busca el "Hexa" y curar la herida del Maracanazo, se sustenta en su zaga central. Thiago Silva y David Luiz son la columna vertebral y el termómetro anímico y psicológico del equipo.
Sobre ellos descansa no sólo la tarea defensiva –para la que poco colaboran, como históricamente ha pasado, los laterales- sino, sorpresivamente, también el poder ofensivo: en las dos etapas eliminatorias que sorteó el local, los goles fueron de ellos. Ni Fred, ni Hulk, ni Oscar.
Ni Neymar.
Ante Colombia, el 10 estuvo más apagado que nunca en este Mundial, justo en el partido más serio de Brasil. Neymar apareció en la primera etapa de la Copa, cuando su selección lo necesitó. Después se diluyó, porque este equipo no está planeado para hacer brillar a su estrella.
No es de extrañar. El Brasil del “Penta” (que en 2002 le ganó la final a Alemania en el único antecedente mundialista ente ambos), era un equipo amoldado a esos tiempos, tiempos de cautela y contragolpe. Pero al menos se refugiaba en el talento de Rivaldo y Ronaldinho y lo tenía al intratable goleador Ronaldo.
Ni hablar del “Tetra”, el más olvidable campeón en el más olvidable de los torneos, el de Estados Unidos 1994, vencedor por penales sobre Italia en la final.
El símbolo y capitán de aquel equipo era Dunga. Romario y Bebeto jugaban un papel secundario.
El jogo bonito es una marca país. Un eslogan. Pero un significante que perdió hace tiempo la expresión viva de su significado. Es una declamación, pero no un imperativo moral para los brasileños.
El jogo bonito fue parido por la tragedia del Maracanazo, que dio a luz a la generación de Pelé, la libertadora del “apartheid” futbolístico en Brasil, la que abolió la esclavitud dentro de la cancha al tiempo que ganaba la Copa por primera vez e iniciaba una era de supremacía, coronada en México 1970 con el "Tri".
Alguna vez, el polifacético intelectual italiano Pier Paolo Pasolini dijo que, por la forma en que se jugaba, el fútbol europeo era prosa y el sudamericano, poesía.
La última expresión poética de los brasileños fue la generación de 1980. La de Sócrates y Zico.
Pero Italia con Paolo Rossi en el ’82, y la Francia de Platini en los penales en el ’86, despidieron a aquel maravilloso equipo y le hicieron creer a Brasil que, para volver a ser campeón, debería resignificar su fútbol.
Entonces, el final de aquella generación parió el fútbol pragmático y cauteloso, el que cada vez menos se fijó en las gambetas y la alegría, y que hoy tiene a esta criatura guiada por dos zagueros centrales rústicos y fornidos.
Tan endebles en la marca como en el ánimo. Que contienen la angustia hasta donde pueden y explotan con un grito de gol (propio, porque son goleadores también) y se encomiendan a Dios.
Pura prosa. Escrita a rechazos que despiertan clamor en las tribunas.
Al último vestigio de poesía brasileña se lo llevó el rodillazo de Zuñiga.
- Fuente: msn deportes -
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