Por Alberto Medina Méndez

Pretensión improcedente.

No hay que dejar de analizar todo, incluida la profesión propia. El siguiente análisis pretende ahondar en lo mas profundo del presente de los medios de comunicación y del periodismo en general.

Cierto sector de la ciudadanía, y buena parte de la política pretenden que la actividad periodística traicione su esencia. Alguna vez ya lo dijimos. No existe tal cosa como el periodismo oficialista.

El oficio de quien ha elegido la comunicación como medio de vida supone una perseverante actitud crítica. No hacerlo, sería abandonar el rol primordial y claudicar en la misión de convertirse en un contrapeso del sistema, una oportunidad para mostrar una mirada diferente.

El periodista debe tener compromiso con sus convicciones, equivocado o no, disponer de fundamentos, argumentar, esgrimir ideas que sostengan su visión. No se trata de que le asista la razón, solo que sea capaz de aportar elementos sólidos que hagan de su perspectiva, algo verosímil, consistente.

Queda claro que a la inmensa mayoría, le incomoda recibir críticas, a su desempeño, a su gestión, a su despliegue cotidiano. Que los elogios suenan mejor a los oídos de cualquiera, que los despiadados cuestionamientos de algunos.

Más allá de la imprescindible sutileza del lenguaje, del cuidado en los modos, que resulta necesario para decir lo adecuado y no pasarse de la línea, es bueno saber que la critica forma parte inseparable del repertorio de un comunicador, y que su trabajo es más efectivo cuando detecta la pieza que no encaja, señala lo incorrecto, marca lo que no lo convence.

También resulta evidente que el poder desea comprar alabanzas y que nunca faltan aduladores dispuestos a recibir recompensas para darle fluidez a los mas preciosas palabras dedicadas al poderoso de turno.

Pero habrá que entender que sin reproches, sin un profundo examen de cada decisión, sobre todo de las que involucran la cosa pública, solo construiremos un discurso único, y seremos cómplices de una hegemonía que poco favor le hace a la sociedad.

Si hay que pecar de excesos, si ellos se hacen inevitables, es preferible que estos se abusen de su falta de prudencia, a que la abundancia de sensatez se convierta en la cuna de la concentración de poder.

Sabemos que están aquellos, que amparados en las supuestas prerrogativas que se derivan del ejercicio profesional, caen en la arbitrariedad extralimitándose sin encontrar frenos. Somos testigos también del protagonismo que cobran a veces los más audaces, perversos y hasta maliciosos, que no dejan de usar todos los medios para fines inconfesables.

Pero hay que perderle el miedo a la libertad. A los criticados los fortalece si hacen las lecturas correctas, si aprovechan lo que parece negativo para corregir lo evidente, si entienden la música y giran a tiempo.

Y si el enjuiciamiento al que son sometidos a veces los personajes públicos, se consideran excesivos, crueles o injustos, debiera ser una ocasión para poner las cosas en claro con elementos concretos, que demuestren la irresponsabilidad de los comunicadores que adolecen de profesionalismo.

Hay que decir que solo los grandes, soportan estoicamente el embate de la crítica. Quien no resiste esa prueba, no puede siquiera pretender pasar a la historia. Los que optan por acallar voces y recurren al perverso mecanismo de engordar los bolsillos de los estafadores crónicos que deambulan por los medios de comunicación, los que prefieren rodearse de los hipócritas que repugnan con sus modos, tan indignos como abyectos, solo construirán una farsa, un microclima alejado de la realidad.

El periodismo es una actividad que no escapa a las reglas generales. Caben en ella los mejores y también los peores, militan en sus filas mediocres y geniales, talentosos y despreciables, gente integra y de las otras.

Pero pedirle a un periodista que abandone su esencia, deje su sentido crítico de lado, abandone sus convicciones, es como exigirle a un atleta que quede inmóvil. La sociedad, y sobre todo el poder, debe tomar el riesgo de asumir la necesidad de un periodismo inteligente, lo que no significa acertado, debe ser demandante a la hora de reclamar profesionales comprometidos para no terminar conformándose con la fauna de extorsionadores endémicos.

El comunicador, el que abrazó este oficio con convicción, puede tener su propia visión ideológica y es sano que así sea. Su supuesta asepsia no lo hace mejor en lo suyo. Y puede desde su mirada aplaudir gestos, obras, discursos, acciones. Tampoco eso es incorrecto en sí mismo. Lo que no resulta convincente es cuando elogia todo avalando lo injustificable, cuando aplaude a libro cerrado y firma cheques en blanco al poderoso de turno.

El mayor capital de un profesional es su idoneidad, y sobre todo su credibilidad. No se trata de que siempre tenga razón, sino de que se juegue por lo que piensa. Cuando sus palabras, sus dichos, la letra fría de lo que expresa, cae en la sospecha de un sesgo rentado, de una opinión mercantilizada, y financiada por el poder, en cualquiera de sus formas, ese comunicador, habrá iniciado un camino sin retorno.

Para los muchos que han elegido este oficio, el del periodismo, como medio de vida, y entendido el significado de custodiar con criterio su mayor capital profesional, mucho de lo dicho aquí está lejos de ser novedoso. Para otros que optaron por el sendero más corto, ese que construye supuestos triunfos en el presente para culminar con la derrota definitiva del mañana, esto solo son teorías, meras especulaciones vacías de contenido.

Pero lo que importa es la opinión de la sociedad, y esta no debe equivocarse, ni entusiasmarse con las grandilocuencias de la intelectualidad, para no caer en el juego de pedir a los periodistas que traicionen su esencia, que prescindan de la crítica para plegarse gentilmente a la inercia del momento. A todas luces, intentarlo, sería una pretensión improcedente.


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