Por Alberto Medina Méndez

La receta para permanecer.

Muchas veces nos preguntamos por qué no aparecen otros candidatos que puedan reemplazar al actual. De hecho a diario se escucha decir que no existen alternativas. Las explicaciones son muchas, pero este artículo intenta poner en el tapete uno de los aspectos centrales.

Cuando del poder se trata se enfrentan dos impulsos contrapuestos. Por un lado quienes llegan al poder, pretenden quedarse, algunos por vocación de seguir sumando, de concluir construcciones iniciadas y no culminadas, mientras otros solo por ambición personal, búsqueda de impunidad o manifiestas cuestiones patológicas.

La contracara es que las instituciones no necesitan de personajes eternos, de imprescindibles, muy por el contrario, precisan oxigenarse, recrear ideas, enriquecerse con renovadas miradas y sobre todo nuevos protagonistas que demuestren que importa lo institucional y no sus circunstanciales operadores.

Pero en línea con lo más bajo de la esencia humana, esos que intentan llegar para luego quedarse, lamentablemente abundan.

Los aduladores de siempre, los aplaudidores sin dignidad, los entornos políticos que viven de la política, los que hacen inmensos negocios que solo serían viables con la anuencia del poder, los fanáticos que firman cheques en blanco, forman parte de ese escenario demasiado habitual en nuestros tiempos.

Aunque también resulta necesario, en esa mezcla, un político de marcada debilidad psicológica, repleto de inseguridades personales, y una ausencia de grandeza que hace posible que el contexto le haga creer de su endiosamiento.

Hasta aquí sería solo una cuestión de decisiones personales, de caprichos casi infantiles, sostenidos por cuestiones más profundas, propias de los intereses más mezquinos, muy del mundo de los adultos.

La voluntad férrea de los políticos por quedarse, precisa de múltiples instrumentos, y en esto el arsenal es variado y diverso.

Para que un personaje que gobierna pueda ser derrotado en un proceso electoral debe tener un contrincante capaz de darle esa pelea en las urnas. Recorriendo imaginariamente a los dirigentes de unos y otros partidos, cuando no a figuras públicas con interés en participar se podrán encontrar posibilidades más o menos interesantes.

Siempre podrá aparecer un candidato con mejor discurso, más carismático y preparado, menos contaminado, que genere entusiasmo o que simplemente parezca con las condiciones adecuadas para lograr un triunfo frente al gobernante de turno. Pero existe un terreno en el que la competencia electoral se torna inmoral, perversa y claramente monopólica.

Todos lo saben en la política, propios y extraños. Se trata del uso de la “caja” oficial para hacer campaña, para la propaganda, para hacer apología de la gestión e imagen del personaje que gobierna.

El candidato decidido a dar la batalla en los comicios no solo debe reunir requisitos que lo muestren como mejor que su rival, sino reunir los fondos para financiar su estrategia política, su campaña y el acto electoral.

Ahora cuando el candidato oficial cuenta con la caja del Estado, en cualquiera de sus formas, y la usa como si fuera de su uso personal, estamos frente a un evidente atropello, un verdadero abuso de autoridad, que hasta puede rozar lo delictual cuando se apropia de los recursos de todos.

Es que utilizar el dinero de los contribuyentes para hacer campaña de un sector político es, a todas luces, una inmoralidad y habla a las claras del escaso espíritu democrático de quien apela a este instrumento.

Muchos candidatos, políticamente viables, quedan en el camino solo porque deben conseguir gente que los acompañe económicamente con recursos propios para competir contra el abrumador e inagotable aparato estatal que distribuye dinero obscenamente y a cara descubierta.

El oficialismo lo hace de modo burdo, sin ningún tipo de pruritos, sin mediar escrúpulo alguno. Usan la caja como propia, desde vehículos oficiales, hasta choferes que los trasladan que cobran sueldos estatales, combustible y mantenimiento a cargo del fisco por solo citar el más elemental de los umbrales que se sobrepasa sin mediar explicación alguna.

Abundan ejemplos en esta línea. Puestos públicos que se conceden, contratos por abultadas cifras, favores políticos, cuando no la consabida y demasiado frecuente corrupción descarada que reúne recursos estatales para financiar la política.

Y es que muchos, en la corporación política no lo denuncian, porque son parte de lo mismo. Lo hicieron en el pasado, lo hacen en el presente desde sus puestos de funcionarios menores, o bien ocupando puestos legislativos con idénticas conductas, y no descartan hacerlo en el futuro.

No sea cosa que un resultado electoral favorable los coloque del otro lado del mostrador y necesiten de esas mismas condiciones para sostenerse en el poder.

En estos casos la casta política se comporta como una corporación, con complicidades, códigos y silencios sin distinción de colores ni partidos.

Es el juego que pretenden, ser pocos, los mismos de siempre en lo posible, y que los que aterricen de afuera del sistema deban integrarse a esta modalidad y someterse a sus arbitrios.

Esta regla no cambiará jamás. El financiamiento de la política seguirá por sus mismos carriles, porque los políticos del sistema, son los beneficiarios directos de estos saqueos que conjugan despilfarro de dineros públicos con actos cuasi delictivos.

Ellos no tienen interés en que cambie la situación. Prefieren que esta dinámica sea la misma y plantearse disputas menores en la tribu, entre pocos, entre ellos.

Por eso los que vienen de afuera no son bienvenidos. No sea que alguno de ellos, se anime a terminar con el festival y extermine esta fórmula que encontraron hace tiempo y que les sirve como la receta para permanecer.

- Alberto Medina Méndez -





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